Apuntes sobre la cultura política colombiana

La Policía ha sido partícipe del conflicto armado por el adoctrinamiento de sus miembros, la politización de sus intereses y la independencia e impunidad de sus acciones.

Apuntes sobre la cultura política colombiana

Columnista:

Julián Bernal Ospina 

 

El primer problema para un ciudadano crítico colombiano es haber nacido en Colombia. Lo primero que se aprende en la escuela o en el colegio es a respetar los símbolos patrios, la bandera, el escudo, el himno, y a encausar el nacionalismo a fin de recordar siempre que lo más importante es el destello de la imagen y no su significado.

Después se debe saber despotricar bien de lo que sea ajeno. Se aprende de la exclusión en la misma aula de clase, de la corrupción en los exámenes, y a respetar por encima de cualquier cosa la autoridad de un maestro, del párroco, del padre, con obediencia y sin pormenores libertinos.

Así, se va formando como ciudadano ejemplar, con lo cual se va adquiriendo el empoderamiento de corregir –tal y como a él se lo han enseñado– a otros que se encuentren en su camino. Y así, de aprendizaje en aprendizaje, se encuentra que la violencia solo se justifica si esos actos van detrás del brillo de una patria furibunda. Solo caben en ella aquellas figuras que puedan decir como él: «Somos».

De esta manera, el colombiano tiene toda la formación que necesita para vivir a sus anchas en este territorio cultural y político. Cuando ya han derrotado en compañía de los suyos el otrora objeto de su deseo, se busca uno más que le permita dirigir toda la furia que requiera para desplegar su instinto político. Por ejemplo, los jóvenes de hoy en día, los comunistas escondidos, los ateos hippies, los castrochavistas entre corredores públicos.

El colombiano recibe una cadena de WhatsApp en un grupo al que solo ingresan sus amigos y su grupo de oración; la cadena es la información suficiente para poder decir: «Todo estaría mejor sin esos desadaptados vándalos, especímenes asociales que solo quieren dañar "lo nuestro"; zarrapastrosos jóvenes maleables». El colombiano comparte entonces un eslabón más de la cadena y, entre las cobijas de una casa de clase media, busca argumentos para continuar fortaleciendo su postura. No se da cuenta de que, en lugar de buscar información para contrastar y comparar, únicamente analiza los datos que confirmen lo que sus prejuicios le dicen. Mira lo que quiere ver.

Ese colombiano soy, somos y hemos sido. ¿Seremos?

Esta es solo una de las formas de la opinión política. La escribo porque ha sido la figura que ha predominado en el panorama político durante muchos años, en muchos casos la estampa más poderosa del discurso político. Lo digo porque también creo que la escuela, el colegio, la familia y los medios son lugares para el cultivo de actitudes democráticas. Sin embargo, algo me lleva a decir que, viviendo como hemos vivido en un conflicto armado, todos estos han sido lugares para el incentivo de actitudes denigrantes de un espíritu autocrítico, y más bien depredador.

Un repaso por las últimas encuestas de cultura política del DANE, tanto 2017 como 2019, dejan ver que, a grandes rasgos, tenemos una cultura política tradicional, individualista, formal y conformista. Tradicional porque nuestra agrupación más próxima es la de la iglesia, más que otras como las Juntas de Acción Comunal; esto sumado a que depositamos la confianza mayoritariamente en instituciones como las fuerzas militares. Individualista –y a esa individualista también le sumaría estratégica– porque la política solo nos es importante siempre y cuando nos beneficie –o a nuestra familia–, aunque reconozcamos la dificultad de trabajar conjuntamente. Formal puesto que nos es más natural votar cada cuatro años que organizar informalmente una comitiva comunitaria para arreglar el andén de la calle. Conformista porque creemos en la democracia, pero estamos insatisfechos: tenemos críticas por la garantía de derechos a la educación, la vida, y la libertad de expresión, y nos concebimos de «centro», con lo cual quisiéramos no cambiar mucho las cosas: dejarlas así porque «así es mejor».

Esta es una imagen general sobre todo del ciudadano urbano, porque el rural –la misma encuesta del 2019 lo expresa– ejerce una cultura política más comunitaria e informal. Mientras, un ciudadano urbano se preocupa más por su vida, uno rural tiene más en cuenta su localidad. Esto, es importante para considerar que no necesariamente habría que importar modelos de ciudadanía de Europa, sino reconocer la diversidad de las ciudadanías de la ruralidad: la indígena, la afro, la campesina, por poner solo algunos ejemplos.

Precisamente estas cuatro palabras (tradicional, individualista, formal y conformista) evocan razones para vislumbrar lo que pasa actualmente a propósito de los asesinatos de jóvenes por parte de miembros de la policía, y las protestas como reacción a la violencia policial, con la destrucción de buses, CAI, y demás infraestructura.

Esta simbología es ya parte de nuestras imágenes inéditas. El centro de la cultura política colombiana –la policía militarizada– puesta en entredicho es un acto suficiente para provocar una herida que, en el mismo espectro político, busca ser subsanada por los cantos religiosos, tal y como sucedió en Manizales: al otro día de la manifestación del 10 de septiembre se paró junto al CAI del cable (principal avenida de la ciudad) un grupo que comenzó a cantar como si estuviera en culto, a la par que acondicionaban nuevamente la edificación.

Es extraño para nuestra cultura política resolver los conflictos sociales en uso de mecanismos que no sean los formales –ya es «extraño» resolver nuestras diferencias en uso de estos–. Fuera de que la protesta también ha sido una estrategia política, pues inclusive Uribe y Duque arengaron por movilizaciones masivas en contra del Gobierno de Santos, la política se procura no vivirla en la calle: la propuesta del Protestódromo de Diego Molano (exconcejal de Bogotá y actual director del Departamento Administrativo de la Presidencia de la República [DAPRE]) es, cuando menos, la despolitización de la política.

Le tememos a esa política como acto cotidiano, a ese enfrentamiento del conflicto social, a tener que desmantelar las narrativas culturales que han dominado las instituciones policivas y militares que, para todo colombiano, por lo menos en algún momento de su vida, han representado corrupción, miedo y ventaja.

No es que todos los policías son malos. Yo he visto bondad en muchos que portan el uniforme, y entrega más allá de sus intereses, hasta el punto de ser capaces de dar su propia vida. Me he sentido en muchas ocasiones defendido por un policía.

Pero de lo que se trata, el punto de la discusión es de una institución que en lo oculto y en lo evidente ha sido partícipe del conflicto armado. El adoctrinamiento de sus miembros, la politización de sus intereses, la independencia e impunidad de sus acciones. Todo esto se suma con el fin de que esta coyuntura impulse el deber de reflexionar el sentido de una policía para la construcción de paz –como también el sentido de una escuela, de la familia, para la construcción de paz; de los medios de comunicación para la democracia–.

Tanto esta reflexión es vital como la que se deriva de darle otros sentidos a nuestra tradición, politizar la vida cotidiana, volver comunitaria la política y más informal nuestra participación política.

 

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