Aves de metal  

Hace tiempo dejé de escuchar a un niño cantar y saltar emocionado viendo un avión o un helicóptero surcando los cielos, tal vez en Internet ya encuentran cosas más interesantes, pero sí que sé (sabemos), de niños y niñas que, al escuchar sobre los cielos el golpe de alas de un helicóptero o el zumbido de un avión de combate, deben correr a refugiarse del estruendo de las detonaciones que vendrán después.

Aves de metal   

Me acordaría de los pájaros y diría que lo poético, lo musical del helicóptero,

es lo poco que tiene de máquina y lo mucho que tiene de colibrí.

G. Márquez.

Columnista:

Brandon Angulo Grueso

 

¿Cuántos lápices y libretas se pueden comprar con 14 billones de pesos?

Con una cifra con tantos ceros me despierta una fuerte migraña tan solo con el hecho de intentar calcularlo. Lo que sí se puede saber un poco más rápido, según las últimas noticias del país, es cuántos aviones de combate se pueden comprar con esta suma de dinero: 24.

Recuerdo que cuando niño, mi primo, mi hermana y yo, nos quedábamos anonadados al ver los cielos surcados por un helicóptero o algún avión. Cantábamos, saltábamos y celebrábamos el poder ver esas aves de metal navegar por los cielos sin ninguna dificultad aparente. Solía ponerme a pensar, mientras perseguía con la mirada esas naves aéreas, que los seres humanos éramos una especie con un potencial de desarrollo inimaginable. Me parecía que nuestro limitado cuerpo no encontraría en la naturaleza fuerza alguna que lo detuviera en su crecimiento (por más años que esto costase). Aunque naturalmente no pudiéramos volar, el contar con esas hélices tan fuertes nos elevaban en poco tiempo por los aires, pudiendo transitar, desde los cielos, todo el mundo. Logrando, además, cosas que no hacían ni las propias aves; entre ellas, alcanzar elevadísimas alturas, donde ya no se puede ni respirar.

Me emocionaba enormemente imaginar que podíamos llegar a cualquier parte, llevando alimentos, víveres, mercancía, personas, saberes, a donde quisiéramos. Vivía enamorado de estas aves metálicas, de su canto que sonaba a golpeteo y esa línea blanca y larga que producían los más rápidos mientras navegaban por lo más alto. Ahora, muchas veces, pienso en ellos como buitres que planean por lo alto, esperando el momento preciso para darnos un picotazo. En lo único que no pensaba en aquel momento de mi infancia, encantado por tan avanzados alcances, era en el egoísmo que nos caracteriza como especie y por tanto en los usos indiscriminados e inhumanos que le dábamos a estos aparatos. Actualmente, conociendo ya las distintas utilidades que se le dan a estas aeronaves para el turismo, los negocios e incluyendo las guerras, me parece indudable y a la vez terrorífico que, nuestro mayor limitante como especie seamos nosotros mismos.

En este par de décadas transcurridas desde entonces, hemos sido testigos de muchísimos más avances tecnológicos, entre ellos Internet. Hoy, quienes pueden ingresar a una computadora podrán descubrir las cifras de pobreza extrema, desnutrición, genocidios, de maltrato y muchas otras, nacionales o internacionales con tan solo unos cuantos clics. Esto, y cualquier otro tipo de información. Así también, podemos descubrir, en muy poco tiempo, cuáles son las cifras de personas muertas, inocentes o culpables; en guerras y combates de la historia y la actualidad mundial. Y, sin duda alguna, podemos conocer cuáles son las estrategias más relevantes a la hora de evitar estas catástrofes producidas por el accionar humano (en Colombia conocemos claramente lo que ha significado la guerra para la nación, aunque algunos lo nieguen).

Entre todas esas estrategias que posibilitan el desarrollo, la educación se pueden encontrar como una de las herramientas más importantes, posibilitando, además de muchos más avances tecnológicos, un crecimiento exponencial en el desarrollo cultural, económico y social de los distintos países, visualizando incluso a futuro todo lo que significan estos cambios para avanzar en nuestro crecimiento como especie. Aun así, uno se puede encontrar al despertarse y leer la prensa, que, en medio de una pandemia mundial, con elevadas cifras de desempleo, muertes por desnutrición, y falta de educación, que el Gobierno nacional (desgobierno bajo la mirada de muchos, me incluyo) decide comprar 24 aviones de combate por una suma aproximada de 14 billones de pesos (alrededor de 4.5 millones de dólares).

Hay quienes defienden este hecho, el de comprar estos aviones, bajo el argumento de que el arsenal de guerra de la nación es obsoleto, que estamos en desventaja militar en comparación con otras naciones y que hay que pensar en cuidar el Estado, de quién sabe qué atentado internacional, o de mantener (en sus palabras eliminar) la guerra que se libra al interior. ¿Y si mejor pensáramos en el bienestar de sus ciudadanos? Pensar quizá en mejorar y elevar los niveles de ingreso a la educación, en el hambre incesante en muchos municipios y territorios rurales a lo largo de la nación, o de pensar siquiera en los desempleados y los territorios con bajísima o poca presencia de los gobiernos que administran el Estado. ¿A cuántos niños se les podrían dar cuadernos y lápices o alimentación con estos 14 billones de pesos? ¿A 24?

Hace mucho tiempo dejé de escuchar a un niño cantar y saltar emocionado viendo un avión o un helicóptero surcando los cielos, tal vez en Internet ya encuentran cosas más interesantes, pero sí que sé (sabemos), de niños y niñas que, al escuchar sobre los cielos el golpe de alas de un helicóptero o el zumbido de un avión de combate, deben correr a refugiarse del estruendo de las detonaciones que vendrán después y de no ser lo suficientemente ágiles o veloces, acabarán además con sus vidas. Esas vidas, que han sido empujadas sin amparo por la necesidad, el hambre y el olvido estatal a las manos de actores armados, se convierten en no más que cifras de éxito de esta guerra perpetuada por los gobiernos de turno (y las mentes desalmadas de muchos de sus ciudadanos). A estos niños ahora se les califica, descarada e inhumanamente, como «máquinas de guerra», que, de serlo, porque no creo que lo sean, no serían más que construcciones que nosotros mismos hemos desarrollado en la fábrica de muertos y guerras que es nuestro Estado.

P. D. 1: Haciendo cálculos ligeros, si le diéramos a un niño o niña lápices, cuadernos, mochila, libros de lectura, uniforme, alimentación escolar por un año, y pensando en que, por ejemplo, cada uno nos cueste alrededor de 20 millones de pesos anuales, podríamos proveer de estas herramientas escolares, bajo las dificultades económicas que frente a la pandemia y antes de ella se vienen produciendo, a más de 700 000.

P. D. 2: Sabiendo que habrá quienes frente a la cifra anterior de posibles beneficiados argumenten que son números bajos, quisiera recordar que en cifras por muertes extrajudiciales (falsos positivos) tenemos más de 6400 y eso, por mucho tiempo, lo han calificado como cifras de «éxito».

 

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