Colombia y el año de la peste que no debió ser

Duque, quien goza de cierta estabilidad en el Gobierno, no por su gestión, sino gracias, en buena medida a la pandemia que ha sido utilizada hasta el hartazgo como mampara, a fin de desviar la atención y ocultar las otras graves crisis por las que atravesamos en materia de derechos humanos.

Colombia y el año de la peste que no debió ser

Columnista:

Andrés Arredondo

 

Tal vez el peor año para la llegada de la pandemia del coronavirus a Colombia era el 2020. No pudo ser más inoportuno y peligroso, dadas las condiciones de mediocridad en el ejercicio del poder en la Presidencia por parte del que dijo Uribe, pero además, porque se suman algunos elementos emergentes que parecen conjugarse y que como una nefasta señal agorera, indican que los efectos de la pandemia pueden ser mucho más lacerantes para Colombia que para otros países en la región.

Mientras muchos países latinoamericanos han iniciado sus campañas masivas de vacunación, el pueblo colombiano, no solo ha estado a la expectativa medrosa de que se fije una fecha de inicio de las vacunaciones, sino que asiste impávida a la evidencia, cuyo presidente ha sido, cuando menos ineficiente en los procesos de negociación y firma de acuerdos con las empresas proveedoras de las vacunas. En teoría, el mandatario es un «ducho alfil» en negocios internacionales, acuerdos con empresas privadas y otros brebajes parecidos, lo cual abre otro haz de dudas sobre la posibilidad cierta de la inmunización de una población cada vez más golpeada por el virus.

El hecho de que el 2020 haya sido el que ofrece más riesgos políticos para el afrontamiento de la pandemia, salta a la vista por varios factores. En primer lugar, se cumple la mitad del mandato de Duque, quien goza de cierta estabilidad en el Gobierno, aunque no por su gestión, sino gracias, en buena medida a la pandemia que ha sido utilizada hasta el hartazgo como mampara, a fin de desviar la atención y ocultar las otras graves crisis por las que atravesamos en materia de derechos humanos: en particular, frente al asesinato sistemático de líderes sociales y excombatientes, así como para sobreaguar las fuertes presiones provenientes de la protesta y el movimiento social, iniciado el 21 de noviembre de 2019, que permanecen en evidente latencia ante el mal gobierno; por no mencionar que se le volteó el cristo del gringo, como el vergonzoso mejor aliado de Colombia en la región, pues el uribato le fue al caballo perdedor.

Pero como si todo ello fuera poco, las últimas señales desde el Ubérrimo han sido mucho menos auspiciosas para Duque, con el que se juega el doble racero de no abandonarlo del todo por simple cálculo político y en su lugar ofrecerle un respaldo aguado; pensando más en las elecciones que se aproximan que en la propia suerte del hombre de la cuatrimoto. La inestabilidad y falta de respaldo político implican consecuencias obvias frente a la gestión de una crisis tan compleja, lo que trae a la mente la imagen terrible expuesta en el famoso cuadro del siglo XVI La parábola de los ciegos, en la que un grupo de invidentes se guían a sí mismos desde una precaria fila en la que sucesivamente, quien va adelante resbala, cae… muere.

Al otro lado encontramos el pasmo y la angustia cotidiana de una población que se debate entre cuidarse lo mejor que puede, tratando de acatar las recomendaciones de aislamiento y distancia social, al tiempo que sale a ganarse la vida enfrentando la incertidumbre desde una mezcla de esperanza pueril y el miedo contenido. Lo bueno, tal vez lo único bueno de todo esto, es que irremediablemente, esto tendrá un costo político para el 2022 de quienes llevan en el poder 150 años. Nunca como hoy, se muestra más vigente aquel grito de batalla electoral proferido desde orillas políticas alternativas en nuestro país y que se erige como una especie de mantra que define lo que somos: ¡pueblo sufrido y aguantador!, pero con esperanza de cambio. 

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