De la política del miedo a la responsabilidad social

Los ciudadanos no podemos seguir pensándonos como ovejas víctimas de lobos políticos —de centro o de derecha— y aparatos mediáticos, la autocompasión y la sumisión no transforman instituciones sociales ni Estados.

De la política del miedo a la responsabilidad social

Columnista: 

Gilberto Tabares Hoyos

 

Hace dos años vivimos una contienda presidencial sin precedentes en la historia política de Colombia, campañas que se disputaron el poder de forma descarnada, en donde los sectores sociales —antes separados— se unieron con un solo objetivo, recuperar el poder institucional. La sociedad se involucró como nunca antes en la atmósfera electoral, nuestras convicciones, perfiles políticos y psicoemocionales, se enfrentaron en una injusta lid democrática, ya que hoy sabemos que el narcotráfico desarrolló y financió toda una logística criminal para impulsar a su candidato.

Son muchos factores los que permearon la opinión pública para conseguir el respaldo que les permitiera alcanzar el poder, elementos discursivos que se vuelcan sobre los ciudadanos para conseguir un objetivo político. Esto me produjo una preocupación por intentar percibir cómo se permea y deforman imaginarios sociales que, constituidos sobre realidades de desigualdad, buscan transformaciones reales que conlleven a la justicia social; lo que vivimos fue un gran baile de máscaras de afinidades políticas y de alianzas para explotar lo más altruista y ruin que hay en nosotros.

El primer elemento que quiero enunciar es el quehacer político del Centro Democrático, su práctica política ya reconocida de estigmatización del opositor. Para elegir a Iván Duque, el uribismo despegó un odio de clase sin precedente, refiriéndose al origen social de aquellos que no compartían su posición y expresando un inexorable desprecio por la gente pobre —vagos en busca de subsidios—. Una aporofobia real impulsada por los que se consideran la élite y desparramada por los medios de comunicación tradicionales; nos dieron cátedra sobre cómo amalgamar el miedo al pobre, con el miedo a la pobreza, al impulsar el tema de ser una Venezuela. Esta política del miedo apuntaló el pensamiento de una parte de la sociedad, que piensa su realidad como un paraíso económico de medios ilimitados, donde el factor determinante para acceder a ese paraíso es la voluntad. 

Además, a través de los medios promovieron el arribismo necesario para plantar una defensa feroz de las condiciones que hacen posible lo que consideran una vida digna, es decir, (según ellos) el escenario que les construye el empresario y el máximo esfuerzo —sacrificio— que los trabajadores dan. Esto no es otra cosa que la defensa de la supervivencia entre ciudadanos de una misma condición social, la lucha de la extrema pobreza y la pobreza por sobrevivir —la explotación—. En definitiva, toda una campaña política de la aporofobia, el arribismo y el miedo.

La práctica política de la “Coalición” Colombia, fue mucho peor, ¿por qué?, pues porque la coalición buscó imponerse como una fuerza de base intelectual, o al menos así se autoproclaman los seguidores de Mockus, Robledo, Claudia, Fajardo (el profesor) y muchos periodistas de renombre como Daniel Samper y Daniel Coronell; hasta escritores como Faciolince y antiguos decanos de la Universidad Nacional enarbolaron esa bandera, al igual que otros académicos reconocidos de diversas instituciones educativas. Contrario a lo que se pensaría de un grupo de “intelectuales”, su práctica política fue, al menos, indignante, ya que ante los reclamos de una vida digna y, las denuncias de problemas sociales históricos, los catalogaron como “polarizantes” e “incendiarios”; mientras Claudia López llamaba “resentidos” a esa parte de la ciudadanía que anhelaba cambios fundamentales, Fajardo llamaba “generadores de odios” a los que se refirieron sin eufemismos a las desigualdades sociales. 

Esta “élite” intelectual tampoco perdonó que una emergente corriente política estuviese constituida, en su mayoría, por una masa que no venía de “buenas”  y “educadas” familias, y sobre todo, no toleraba esa narrativa que despotricaba de las condiciones históricas de desigualdad que las convirtió en élite, en intelectuales y en buenas familias; debido a esto la “Coalición” Colombia no solo rechazó toda aproximación para una verdadera alianza que le permitiera a la sociedad arrebatar sus instituciones de las manos del narcotráfico y la corrupción, sino que procedió a llamar “sectarios, fanáticos y caudillistas”, a esa parte de la ciudadanía cuyo pecado era ser multidiversa, estar indignada con las nefastas prácticas políticas y la manipulación mediática con la que década tras década pretenden modificar la opinión nacional desprestigiando a sus candidatos. 

Al enfrentarse a tal movimiento social, que atiborraba plazas y que amenazaba con poner a la sociedad en el lugar que le pertenece, Claudia, Robledo, Mockus y Fajardo, se vieron obligados a coincidir con el Centro Democrático, e iniciaron la campaña del desprestigio, para hacerlo parecer un dique para la unidad nacional, el culpable del fracaso de los últimos 20 años de malas políticas en Colombia, e incluso estiraron el tema de Venezuela cuanto pudieron. El voto por Fajardo también se inspiró en el arribismo, ¿o cómo podemos llamar al exigir a otra opción representativa, retirarse y adherirse a su causa coherente e intelectual? y en la aporofobia, al llamar incendiarios a los justos reclamos históricos, en el miedo económico “Castrochavista” —la tragedia venezolana—. 

Finalmente, la Coalición pierde y aunque ya habían hecho bastante daño, se unieron al juego de la satanización de las alianzas, la cabeza de la Coalición (Fajardo) se desentendió de la lucha por la defensa de la paz, la educación y la justicia social, mientras Robledo iniciaba su ya conocida rabieta del voto en blanco a la que se adhirió gran parte de la autodenominada intelectualidad. Sumado a esto, el Centro Democrático se negó a debatir con esos “resentidos sociales, incentivadores del odio de clase e incendiarios”, interlocutores no válidos para el país de la simbiosis narcopolítica. Dejando claro, el desprecio que sienten por todo lo no huela a privilegio. 

Ya una vez elegido Duque, la aprobación debido a su negligencia cae abruptamente y varios sectores de la sociedad se vuelcan a culpar al político por las decisiones que toma, está bien en cuanto investigar y formar veedurías que encuentren al responsable de malas prácticas administrativas, pues es una parte del ejercicio ciudadano, sin embargo, no es Iván Duque el responsable del viacrucis social, y aunque suene reiterativo u obvio, los gobernantes no se eligen solos en una democracia, la mayor parte de la responsabilidad debe —aunque no sucede— recaer en la conciencia de la ciudadanía.

Pero lo que se observa es una irresponsabilidad social conectada con nuestra apatía social, con lo permisivos que podemos llegar a ser con la corrupción,  con la ignorancia que nos hace fácilmente manipulables, con el miedo que nos da vernos reflejados en el espejo de quien nos representa, y esto es lo que nos impide ser realmente autocríticos, la displicencia que refleja el presidente es la nuestra, así como la corrupción enceguecedora y su limitada capacidad discursiva; quizás por fin un presidente representa a cabalidad todos los valores negativos que con tanto esfuerzo ocultamos y que con tanta facilidad aprendimos a ignorar a través del humor, ya que no es fácil aceptar la responsabilidad de la muerte de niños a causa del hambre, desintegrados por bombas o violados por instituciones que deben protegerlos.

Los ciudadanos debemos admitir nuestra responsabilidad política en esta tragedia nacional llamada democracia, esto es importante para lograr verdaderas transformaciones sociales, aceptar que somos ciudadanos corresponsables de las tragedias en nuestro Estado, si bien no es fácil enfrentar esta corresponsabilidad, pues es más cómodo detestar la compra de votos que repudiar que nuestro voto esté a la venta. Los ciudadanos no podemos seguir pensándonos como ovejas víctimas de lobos políticos —de centro o de derecha— y aparatos mediáticos, la autocompasión y la sumisión no transforman instituciones sociales ni Estados. Es cierto que la balanza del sistema electoral está programada para inclinarse hacia el ya pesado poder tradicional, pero ciudadanías emergentes, de la mano de corrientes biopolíticas que anhelen una verdadera VIDA digna, pueden hacer un enorme contrapeso en cualquier sistema democrático electoral, por más viciado que esté. 

Por último, no podemos permitirnos un escenario electoral dubitativo como el que originó la Coalición Colombia hace dos años, esa ambigüedad en un momento realmente decisivo, como la consecución de una paz estable, nos ha costado vidas valiosas, nos ha costado la voz de nuevas narrativas de nuestra historia y nos afecta psicológicamente, tanto de manera individual, como social; quizás debido a que consciente o inconscientemente sabemos nuestra historia de violencia, injusticia y desigualdad, en donde todos hemos sido protagonistas, ya sea apuntando con el dedo o con un arma, escribiendo en un medio o en un muro, justificando las más terribles tragedias. 

 

Fotografía: Luis Carlos Ayala.

 

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