El nuevo maquillaje de la Policía de nada sirve si no se recupera su legitimidad

Estamos asistiendo a un proceso de sobrevaloración de la Policía Nacional, por parte del establecimiento que, acosado por una severa crisis de legitimidad, está depositando cada vez más en ella la tarea de reprimir la inconformidad y la protesta ciudadana.

El nuevo maquillaje de la Policía de nada sirve si no se recupera su legitimidad

Columnista:

Armando López Upegui 

 

De acuerdo con el artículo 218, de la Constitución Política, «la Policía Nacional es un cuerpo armado permanente de naturaleza civil, a cargo de la Nación, cuyo fin primordial es el mantenimiento de las condiciones necesarias para el ejercicio de los derechos y libertades públicas, y para asegurar que los habitantes de Colombia convivan en paz. La ley determinará su régimen de carrera, prestacional y disciplinario».

Estamos asistiendo a un proceso de sobrevaloración de la Policía Nacional, por parte del establecimiento que, acosado por una severa crisis de legitimidad, está depositando cada vez más en ella la tarea de reprimir la inconformidad y la protesta ciudadana.

Cada día vemos el protagonismo de los comandantes policiales, quienes están suplantando a los alcaldes, incluso de las grandes ciudades, en la tarea que la Constitución política les asigna en el artículo 315, numeral 2, que los erige en primera autoridad de policía del municipio y agrega: «… La Policía Nacional cumplirá con prontitud y diligencia las órdenes que le imparta el alcalde por conducto del respectivo comandante».

El delirante discurso del presidente Mario (neta) en la instalación de las sesiones del Congreso de la República y los atronadores aplausos y vítores que él suscitó entre los congresistas de los partidos de Gobierno, unido al hecho de que el lugar del recinto, tradicionalmente asignado a los miembros de la prensa fue ocupado por miembros de la institución armada, nos ofrecen la más clara demostración de estas aseveraciones.

La Policía está muy «alzada», muy envalentonada, gracias a esa exaltación que los sectores derechistas y fascistoides vienen haciendo de las instituciones armadas. Sin embargo, la realidad actual muestra que no hay ninguna razón para tanta glorificación. Particularmente, en relación con el Esmad, una de las fuerzas que componen el referido cuerpo.

El miembro del Esmad es un policía que se siente superior a los demás y, obviamente, a los civiles a quienes mira con sospecha y desprecio. Está convencido de su invulnerabilidad, tanto física, como moral y jurídica. Lo primero, porque está resguardado en una coraza material que él cree invulnerable. Lo segundo, porque además de confiar en el espíritu de cuerpo que siempre acude en su ayuda, se ha tragado el cuento de que hace parte de un cuerpo élite, protegido más allá de todo cuestionamiento. Si a esos ingredientes le sumamos una débil formación académica y una peor sustentación axiológica, tenemos un sujeto bastante peligroso para la seguridad de la ciudadanía inerme.

Naturalmente, todo Estado tiene una fuerza que lo defienda. El problema con el Esmad es que está compuesto, en su inmensa mayoría, por individuos carentes de formación profesional. «Tombos», así les llaman. No son policías profesionales, aunque vivan de eso. Su adiestramiento y su capacitación se ha hecho con base en la doctrina de la seguridad nacional, que no ve ciudadanos inconformes, sino enemigos. No son un cuerpo civil, cívico, cosmopolita, como debería serlo, sino un cuerpo de mentalidad militarista, agresivo, arbitrario y abusivo.

Pero lo que resulta inocultable es que el pensamiento y el sentir ciudadano están muy lejos de esa glorificación.
Durante las movilizaciones presentadas el pasado 20 de julio, para no citar, sino un caso, una mujer policía, miembro de la acorazada fuerza, sufrió un ataque artero de alguien, presuntamente miembro de la protesta, que la derribó y le causó algunas lesiones personales. Pero ese mismo día hubo, según informó el propio comandante de la Policía Nacional, 93 casos de policías lesionados: en Bogotá (37), Cali (18), Envigado, Antioquia (8), Neiva (5), Pasto (4), Bucaramanga (4), Popayán (3), Pereira (3), Facatativá, Cundinamarca (3), Medellín (2), Buga, Valle (2), Ibagué (1), Florencia (1), Armenia (1) y Montería (1).

Y esas cifras tienen que ponernos a pensar. Porque ¿cuál puede ser la causa de que, en un solo día, 93 miembros de esa institución hayan sido objeto de ataques tan enérgicos o aleves, como el de la integrante del Esmad?

La primera respuesta, la manida y fácil a la que acuden el Gobierno, los comandantes y los obsecuentes medios de comunicación, es la de que se trata de simple vandalismo, de terrorismo, de subversión, de una conjura internacional del comunismo, etc., etc. Pero, eso es no entender el problema.

El policía es el símbolo del poder y de la autoridad por excelencia. De hecho, no falta quien se refiera a ellos como «las autoridades». Y su imagen siempre ha sido respetada y acatada por la gran mayoría de la población. Los niños soñaban con ser policías cuando fueran grandes.

Y si, ciertamente, la Policía es el organismo encargado en forma directa del control social y del orden, pero tal condición no se puede usar como justificación para transformarla en el principal violador de los derechos humanos, como lo hemos visto en desarrollo de las movilizaciones de protesta ocurridas en todo el país desde el día 28 de abril, que arrojaron más de 44 muertos entre los manifestantes, 35 actos de violencia sexual contra las mujeres y un número no determinado todavía de desaparecidos, detenciones arbitrarias y torturas, como el caso del joven músico de Cali, para tomar solo un ejemplo.

Justamente, una actitud tal de desconocimiento de las normas del Estado de derecho es lo que origina la deslegitimación a los ojos de la sociedad civil que, en un momento dado, pasa de ser la víctima de las agresiones a ser victimaria de los propios policías, según pudo verse durante las movilizaciones referidas y, concretamente, el Día de Independencia.

Es decir, si hoy día registramos tal cantidad de agentes de la policía y del Esmad heridos, ello evidencia la pérdida del respeto y el reconocimiento que la sociedad civil hace de sus autoridades. Y el respeto y el reconocimiento son la base de la legitimidad. Porque, no es fuerza legítima la que abusa, la que viola, la que quebranta las normas jurídicas usando armas de fuego, o haciendo mal uso de las permitidas, empleando, en fin, la fuerza desmedida, con la violación de los protocolos internacionales acerca del manejo de las armas «no letales» y de disuasión.

No es con reformas cosméticas, como el cambio de los uniformes y los colores de las patrullas, como se puede recuperar la legitimidad de una institución totalmente cuestionada y rechazada como la Policía Nacional. Se precisa una reforma profunda, desde sus cimientos, su orientación hacia la comunidad, su vinculación con la población, su formación humanística y su capacitación en normas de convivencia y derechos humanos. Y la modernización implica, no solo el empleo de sofisticados y novedosos recursos técnicos o tecnológicos, sino romper con el pasado de sangre que ha marcado a la institución desde la nefanda época de la Violencia y los «chulavitas», razón por la cual no puede reducirse a implantar en el uniforme un ilegible código QR que no genera ni provee ninguna información útil para la gente.

La reforma de la Policía tiene que estar orientada a generar un agente capaz de entender que el ciudadano no es un enemigo, sino un amigo y que entienda, por fin, que su deber es convertirse en colaborador del ciudadano y «cuyo fin primordial es el mantenimiento de las condiciones necesarias para el ejercicio de los derechos y libertades públicas, y para asegurar que los habitantes de Colombia convivan en paz» según las voces del artículo 218 de la Carta. De lo contrario seguiremos dando palos de ciego.

 

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