La facultad de hacer del encanto que nos rodea un inclemente desencanto

A propósito de la película Encanto, después de verla, muchos saldremos de las salas de cine con la sensación en el corazón de que si nuestro país es así por qué la furia colectiva, por qué las élites pretensiosas y egoístas, por qué nuestra manía de esconder la ruralidad como lo feo, lo sucio, si es, precisamente, donde habita nuestra magia.

La facultad de hacer del encanto que nos rodea un inclemente desencanto

Columnista:

Julián Bernal Ospina

 

En algún lugar del mundo, en algún tiempo venidero –solo si para el momento aún exista el mundo y haya seres que digan la palabra mundo–, alguien se preguntará en dónde quedará ese extraño país al que se refería la película Encanto. Pueda ser que otra persona, pensando en las grandes capacidades de los creadores de esa época, se cuestione cómo hizo quien vivía ahí para inventar cosas tan maravillosas: una casa mágica en medio de montañas perdidas, mujeres musculosas, leopardos domesticados y chigüiros engreídos. Pero el uno o el otro se sorprenderían aún más al saber que nadie se inventó nada; que todo era una exageración de una realidad mucho más exagerada.

Pensándolo bien nadie sabría cómo reaccionarían ellos al conocer esa forma extraña y muy nuestra de raciocinio: encantarnos con creaciones basadas en nuestra vida cotidiana, y desencantarnos con lo que vivimos a diario. De manera que para apreciar el vuelo de un cóndor lo tenemos que ver como una escena de un documental de National Geographic. A más de uno le debió haber pasado que se maravilló con comunes ardillas gringas, al tiempo que acabó con cualquier zarigüeya que se le atravesó en el camino. Todavía ahora es usual la sensación de muchos según la cual prefieren una tristeza en las cloacas de París que un amor montañero bajo la sombra de un guayabo.

Tampoco nadie sabría qué dirían esos seres próximos al percatarse de una contradicción que sería absolutamente risible si no fuera todavía más preocupante: nos indignamos más con quien critica la imagen del país que con quien en realidad lo destruye. Para muchos sigue siendo preferible un golpe por encima de un insulto. Por eso los seres del futuro se sentarán a comer crispetas —o palomitas de maíz, mejor, como diría el canon del cine– viendo la historia de cómo los colombianos energúmenos les tiraron piedras a quienes osaron criticar a Encanto: una película mágica que exalta «lo bueno» que en verdad somos los colombianos. Antes —según los defensores de esa imagen— debieron sentirse agradecidos porque el maravilloso mundo de Disney se fijó en este país de indios. ¡Desagradecidos! ¡Por fin alguien nos lava la cara y ustedes vienen a criticar!

Aunque, en realidad, tal vez la mayor sorpresa para esos habitantes siguientes sería nuestro don más básico, más elemental, con el que parecimos haber nacido muchos en Colombia: esa facultad de hacer de todo este encanto que nos rodea un inclemente desencanto. El desencanto en las ciudades, en donde campea el hambre y el destierro; el desencanto con la historia, pues preferimos el acento patriótico y no la reflexión de los hechos ni la reflexión sobre quienes los dictaron; el desencanto con el otro, a quien vemos como a un enemigo a vencer; el desencanto con la Tierra, que solo la queremos para explotar.

Lo más seguro es que esos seres venideros no vayan a existir y que nada de lo que digo vaya a suceder; y que ese país que pinto aquí cambie, o ya haya cambiado, o esté cambiando. No lo sé. Lo único seguro es que se estrena Encanto y que muchos saldremos de las salas de cine con la sensación en el corazón de que si nuestro país es así por qué la furia colectiva, por qué las élites pretensiosas y egoístas, por qué nuestra manía de esconder la ruralidad como lo feo, lo sucio, si es, precisamente, donde habita nuestra magia. Por qué esperar a que nos nombren para nosotros mismos nombrarnos, si desde que gateamos hemos oído cómo suenan nuestros ríos y cómo piensan nuestros árboles.

 

Fotografía: Shutterstock.

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