La política es un mal teatro

Temo que ya estamos acostumbrados a ese mal  juego teatral en que estamos sumidos, pero de otra forma: una cosa es el político que desfila en pantallas –que sonríe como un muñeco feliz de dientes blanquísimos en las pancartas colgantes– y otra cosa distinta es el que gobierna o, si no gobierna, el que actúa como si gobernara.

La política es un mal teatro

Columnista:

Julián Bernal Ospina

 

Lo único que hace olvidar el renacer navideño que se siente por estos días son las caras de algunos personajes, colgadas de postes y rejas, que nos miran relucientes de nada. Van apareciendo poco a poco figuras retocadas con cirugías de Photoshop que adornan las calles con la única particularidad de que tienden a parecerse solo a la expectativa de sí mismos. De suerte que —por el afán de capturar la atención de sus clientes electores– al ya no asemejarse en nada a aquello que son –al ser que los mira cada día mientras se lavan los dientes, si es que se los lavan–, cuando la gente los vea de carne y hueso no los reconocerá, y surgirá así una indignación ciudadana cuestionando a dónde se fueron los políticos de los carteles. (Es posible que algunos especímenes del género politiquero sepan esta bifurcación de identidad, pero, para decir la verdad, no creo que la mayoría llegue hasta allá).  

Podría pasar que, incluso, los candidatos se indignaran consigo mismos por no ser la imagen de la foto, y, por tanto, destruyeran todos los espejos, cuyos añicos se combinarían con la eterna basura de plástico y papel que siempre queda tras las elecciones. Eso y lo otro, ya lo sabemos, no pasará en su expresión más literal. Sin embargo, temo que ya estamos acostumbrados a ese mal  juego teatral en que estamos sumidos, pero de otra forma: una cosa es el político que desfila en pantallas –que sonríe como un muñeco feliz de dientes blanquísimos en las pancartas colgantes– y otra cosa distinta es el que gobierna o, si no gobierna, el que actúa como si gobernara. La quintaesencia de la política es el político: lo único que no cambia es que siempre cambia, valiéndose de la boba frase que no sería importante si no fuera una consigna repetitiva y justificadora: «La política es dinámica».

En ese sentido, todo se convierte en un teatro cuyos espectadores, nosotros, tenemos tan solo uno aunque vital papel: el de no darnos cuenta de que somos espectadores. En este mundo en que pasa de todo en cada segundo, y en que al tiempo nunca nada termina de pasar, cualquiera se preguntaría qué es lo nuevo que proponen los políticos. Si una ciudadana de a pie, hastiada de ese juego macabro, quisiera desenmascarar a quienes la miran con estampa de artificio, lo podría hacer solo revolcando todo el escenario y escribiendo, ella misma, su obra del mundo. Eso pasaría, sin problemas, pero ella está ocupada en ver cómo este mundo en que nació se desmorona; en sentir que, mientras todo se revuelca, lo único que vale la pena es el amor.

A lo mejor esa sea la opción. Para qué ocuparnos de la política si todo va hacia el abismo. Para qué buscar comprender que este mundo convierta a los niños en adultos y a los viejos en bebés, o que el único futuro digno para la humanidad yazga, como ya lo sabían los antiguos, en una muerte digna, y no en una vida de muerte: estatuas vivas que añoran el pasado como forma de futuro. A pesar de todo, me niego a creer que esta pantomima de los políticos sea la representación de nuestra vida cotidiana. (No es alentador cuando, todavía más, las redes sociales se usan más para mentir que para decir verdades). Es cierto que somos parte de una obra de teatro universal (máscaras que van y que vienen) compuesta de escenarios infinitos; y, aun así, no hay más verdad que esa obra en la que vivimos.

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