El monólogo de la nea

Este hombre se dedica a emular el parche del barrio, de la esquina, la cancha, el parque, la sala de la casa, de las montañas y sus recovecos, hace vela de una colonización descarnada y sin tregua para ganarse un lugar en el imaginario social.

El monólogo de la nea

Columnista:

Santiago Vanegas

 

En los últimos días, se me ha hecho imposible no problematizar las expresiones y la imagen proyectada por uno de los candidatos a la presidencia de Colombia. En la imaginación de este sujeto ha calado muy fuerte la idea de construir un personaje fresco y cercano, fácil de digerir y accesible al pensamiento consumista del electorado. En esa dirección ha montado una estética en la que se mezclan rasgos de lozanía y pragmatismo, una suerte de fusión entre David Hasselhoff y Diomedes Díaz, un producto de cabello ondulado, moldeado a punta de tijera y crema para peinar, unas hebras cortas a los lados, y atrás un intento de cabellera, al final, unos toques de descuido y unas ondas que terminan en forma de curva, una breve melena que hace reminiscencia con el corte de moda en los años 90.

Luego viene la combinación de saco, camisa, y pantalón clásico, y en lugar de zapatillas unos tenis cómodos (podrían ser Zodiac o Adidas con rayitas negras a los costados). Y a su vez una sonrisa de oreja a oreja que nos lleva inevitablemente a revivir la figura del tío bacán, ese mismo que cae bien en todas las reuniones familiares y que por cuenta del carisma incita al más profundo afecto. Lo anterior deviene en la algarabía de quienes lo ven caminando por la calle y se dejan ir con la esperanza de tocarlo, sentir su alegría, copiarse de su tesón, empaparse de su acento natural, y recibir la confirmación del voto, el abrazo y el apretón de mano.

Encima de este glamour político viene la actitud del hombre ingenioso (podría ser un culebrero, un tramador, un mago o un negociante), uno que no cumple con la oralidad formal, y que acude al uso exagerado de chapas y expresiones tradiciones. Este hombre se dedica a emular el parche del barrio, de la esquina, la cancha, el parque, la sala de la casa, de las montañas y sus recovecos, hace vela de una colonización descarnada y sin tregua para ganarse un lugar en el imaginario social. Su estética de sujeto ordinario irrumpe en el escenario público como una apuesta marcada por la literalidad de las palabras, haciendo que el debate electoral se convierta en una pugna por el establecimiento de un relato acerca de la identidad.

Adoptar la figura de los jóvenes, los pobres, los campesinos y los grupos vulnerables es una manera imprescriptible de romper con la imagen anónima del político y lograr así una visibilidad eficaz, que permita al electorado hacerse con una idea por lo menos visual del sujeto que aspira a gobernar nuestro país.  Es cierto que el candidato puede ser simultáneo, múltiple y complejo. Intentar representar la amplia gama de posibilidades identitarias que hay en Colombia, ser el depositario de un montón de deseos y constructos sociales y culturales, ser muchos al mismo tiempo. Esa es una apuesta válida, por supuesto, pero para llegar a ese punto se requiere de una posición sincera, dada a la expresión de la verdad, el ejercicio del entendimiento y la sensibilidad por el otro. Lo que se logra ver con un poquito de esfuerzo es una impostura que se queda anclada en la estrategia política. Asumir esta superposición de identidades acarrea entonces una mayor posibilidad de identificar inconsistencias en el contenido de su programa de gobierno, hallar las fracturas y los saltos entre la empatía real y la maña del poderoso.   

En definitiva, sería bueno poner una mirada crítica en los debates presidenciales: fijarse en las agendas de gobierno; pillar los gestos y la oralidad de cada uno de los candidatos; capturar las imágenes producidas y la configuración de cada personaje. De ese modo tendríamos oportunidad de votar con algo de certeza.

 

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