Nicolás Petro en la hoguera de las vanidades

Mientras las llamas convierten en cenizas su ya frágil eticidad, se posiciona la idea de que no es posible cambiar nada en Colombia. No hay, ni habrá en lo consecutivo, un proyecto político capaz de liderar un cambio en la sociedad. Cunde la desesperanza.

Nicolás Petro en la hoguera de las vanidades

Columnista:

Germán Ayala Osorio 

 

Con los hechos mediatizados que ensucian la imagen de miembros de la familia presidencial, se esperaría que el debate nacional girara en torno a una exigencia que debería de ser un grito colectivo: ¡Detengan ya las prácticas mafiosas!

Se viene a mi mente la frase del tristemente célebre presidente de la República, Julio César Turbay Ayala, un reconocido violador de derechos humanos con su tenebroso Estatuto de Seguridad. Este siniestro personaje de la vida política nacional dijo en su momento: «Hay que reducir la corrupción a sus justas proporciones».

Nadie se atreve a revivir semejante propuesta, no por el original problema ético que la rodea, sino porque el ethos mafioso se naturalizó de tal forma, que parece que ya hace parte constitutiva del ADN de millones de colombianos.

La confusión moral de los colombianos tiene su origen en la sumatoria de prácticas propias de unas éticas acomodaticias que se volvieron cotidianas y partes del paisaje. Al final, la moral colectiva, incluida la religiosa, quedó a merced de toda suerte de arreglos subrepticios, de transacciones inmorales y de un sinnúmero de maneras de concebir el éxito y el reconocimiento social, económico y político.

Entonces, emergen los curas violadores de niños y niñas; otros, dispuestos a perdonar narcotraficantes en el mar de Coveñas. También aparecen en escena los empresarios que lavan dinero, otros que no tributan en el país y prefieren sacar sus fortunas y ponerlas en «paraísos fiscales»; los guerrilleros con aires libertarios hacen lo propio para legitimar el régimen mafioso que buscaron desmontar y en eso llevan más de 50 años; o los paracos, haciendo el trabajo sucio que ganaderos y empresarios del campo no se atrevieron a hacer; o los uniformados, que en nombre de la ley, el orden y la patria, mancharon el honor militar un poco más de 6402 veces; 0 estudiantes universitarios, hijos de «gente prestante», de políticos y de presidentes, que pagaron para que les hicieran las tesis, o que cometieron plagio y sus universidades, guardaron cómplice silencio; o los periodistas que prefieren guardar silencio ante el escándalo que compromete a uno de sus patrones. El listado se hace eterno…

Triunfar o ser exitoso en un escenario lleno de vanidades es el camino que nos hará caer en las trampas y en los barrancos de la corrupción. Nos preocupamos por conseguir dinero, para aparentar prestigio y ocultar las verdaderas miserias que arrastramos como seres humanos. Con fortunas amasadas, llegan los privilegios y, con estos, la necesidad de violar los derechos de los demás. De los que no son de mí misma clase. Los otros, esos otros que dejaron de parecerse a mí, porque no tienen lo que yo tengo: dinero, poder, reconocimiento…

La gran prensa bogotana se está dando un festín moralizante con las andanzas de Nicolás Petro, hijo mayor del presidente de la República. El joven vástago está siendo escaldado en la hoguera de las vanidades en las que él mismo decidió vivir.

Mientras las llamas convierten en cenizas su ya frágil eticidad, se posiciona la idea de que no es posible cambiar nada en Colombia. No hay, ni habrá en lo consecutivo, un proyecto político capaz de liderar un cambio en la sociedad. Cunde la desesperanza.

Insisto en que nadie hasta el momento ha gritado: ¡Proscribamos el ethos mafioso! Y no sucederá porque todos estamos en el mismo cuento, esto es, sobreviviendo en la hoguera de las vanidades, muy propia de una sociedad confundida moralmente.

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